Una deuda histórica

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Bitácora del Martes 10 de Febrero de 1998, Edición Vespertina


 

Ayer me dió por pensar en Mozart. Cada vez que pienso en ese genio de tres pares de narices casi no puedo evitar la enorme pesadez de la pena, me embarga hasta lo infinito. Otras veces, las más, me siento furioso, tengo ganas de cambiar el destino de la historia, introducirme en ese tonto invento de los túneles del tiempo y transformarlo todo para que la Justicia sea otra.

Mozart pudo haber sido el creador de los creadores; sé que lo fue de todas formas, pero uno quiere más. Si Mozart no hubiera sido un simple títere su obra hubiera sido más grande y más a la medida de su espíritu.

Maldigo la hora en que a Leopold se le ocurrió utilizar a su querido «hijito» como muñeco de guiñol para el disfrute de los demás. Lo maldigo mil veces y me quedo corto.

El genio de Mozart necesitaba tiempo, tranquilidad y serenidad. Si se hubiera estado quieto en algún sitio durante más de diez años -por poner un cifra temporal- su creación hubiera tenido otras formas y otras consecuencias. Pero la avaricia y el abuso de poder de Leopold lo impidió.

Francia, Italia, Inglaterra, Viena… Lugares de pérdida de tiempo, por mucho que la sabia mente de Mozart supiera sacar provecho de todos los desplazamientos y sus viajes por la vieja Europa.

Todo el mundo cree que Mozart era un ser risueño y alegre; su música así lo refleja. Pero cuando escuchas sus obras serias, sus obras creadas por su propio deseo puedes percibir algo más que el simple anhelo de lo no encontrado.

Se dejó arrastrar por el mal deseo de la muerte. Debería estar prohibido pensar en la muerte antes de los doscientos mil años de vida, y Mozart pensó en tan mal augurio antes de los treinta años. Pero ese deseo no se lo provocó él sólo, fue ayudado por su padre, por ese tal Leopold que he comentado.

Escuchando la Sinfonía Júpiter uno se da cuenta de todo. La sinfonía Júpiter, la número 41 es el resumen de toda la gloriosa vida del genio salzburgués; todo el divagar por pensamientos llenos de vida, toda la experimentación de una vida agradable, soñada.

El gran paseo por la Vida de la sinfonía 41 es el regalo mejor hecho a la Historia de la Música. Mozart sólo pudo escucharla en su grandísima Alma; fue estrenada después de él reencarnado, pero seguro que no le molestó del todo aun teniendo en su pensamiento a la muerte como mejor amiga.

Mozart se dejó destruir, se dejó hechizar por un misterio que no era tal, sólo una prueba más de la vida. El Conde Walsegg hizo mandar a un enviado para comunicarle el encargo de una música para difuntos, un Requiem, pero nada más, aquello no tenía que significar la muerte de él mismo, de Mozart, pero acogió el encargo como tal propuesta.

A medida que fue componiendo tan magnífica obra, fue acercándose más a su amada, a la que de verdad quería más que a su propia vida, más incluso, que a su «querida» Constanza, ser diabólico como ninguno.

Y un día llegó su amada muerte, justo en el momento más triste y más desolador, en la Lacrimosa de su propia creación.

Pero Mozart, como muchos de su misma condición de Inmortal, perdurará por los Tiempos de los Tiempos. Amón.

 

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